Todo lo que pido

Cerré los ojos, junté todo mi coraje y te pedí que me besaras, que después me abrazaras y que me tomaras las manos. Se sintió bien. Pusiste tus manos detras de mi cabeza y profundizaste el acto. Después tocaste mi cara y sentí como tu respiración cambiaba. Mi corazón estaba acelerado, latía con fuerza y sentía como mis orejas se ponían rojas. De algún modo lo supiste y las tocaste rápido para volver a tocar mis mejillas y para luego bajar a tocar mi cintura, mis piernas y volver a subir tus manos a mi cintura. No quería dejar esto, era adictivo. Mientras te besaba mi respiración ya estaba totalmente descontrolada y estaba segura que podías sentir mi corazón latiendo contra tu pecho, pero no me importó, seguí en lo mío, te toqué el pelo y bajé mis manos hasta ponerlas detrás de tu espalda. No podía parar. Pusiste tu peso sobre mí y ahí me perdí. Tus ojos me miraban con pena, con alegría, con deseo y con desilución. Querías que dijera algo, pero no podía hacerlo. Me perdí en ellos porque eran grandes, eran chicos y eran mi hogar; los conocía: nunca se dilataban mucho tus pupilas, eran café al extremo (incluso más oscuros que los míos), haciéndo un contraste lindo entre tu pelo más claro y tu piel más blanca. Eran lindos y solían ser míos. Tu pelo estaba desordenado por la acción de mis manos y te pedí que tocaras mi pelo también para tenerlo igual que el tuyo. Te recostaste a mi lado, hiciste que apoyará la cabeza en entre tu cuello y tu hombro y me hiciste cariños con tu mano derecha. Tus manos, tus manos que son grandes, con dedos largos pero no tan delgados ni tan gordos, eran perfectos, eran manos qu me ofrecían protección y en algún momento cariño del bueno. Con la otra mano tomaste mi mano entre la tuya mientras acariciabas el hueco que se hacía entre el dedo pulgar y el índice. Te pedí que me taparas y que durmieramos así. Desperté y me di cuenta que lo único que no pude pedirte fue que no me dejaras.

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